La imagen de la fruta

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Aveces se me da por pensar en él. Recuerdo muy bien su cara: era redonda y se abría levemente en la quijada, como una manzana. Nunca lo quise. Lo traté de querer, pero no lo logré. En realidad nunca nos quisimos. Pretendimos jugar el juego del enamoramiento, pero eso solo funcionó porque estábamos aburridos. Y al final dos personas aburridas, que lo único que tienen para contarse es una mentira que va y viene pero que no se modifica; terminan por aburrirse más. Nos juntamos para desaburrirnos y terminamos más aburridos que nunca. Nuestros temas de conversación eran variados y constantes; entre nosotros hubo poco silencio. Quizás fue precisamente cuando estuvimos en silencio la primera vez cuando nos dimos cuenta de que todo lo que habíamos dicho estaba muerto desde siempre.

Yo quise que él fuera fotógrafo. Alguna vez pensé que tenía talento y que podría callarse y solo hablar con una imagen que me hiciera temblar y que nos sacara del aburrimiento. Entonces él sería mi salvador y mi verdugo y yo tendría que quedarme atada a él, a sus maneras, a sus manías. Nunca dejó de tener talento y, aun cuando cada toma suya era una pieza invaluable, capaz de quebrantar el alma más dura, a mí me dejaba fría.

Él y su cara de manzana hicieron que no pudiera enamorarme de su fotografía, que era lo que yo más apreciaba de él –eso y sus manos triangulares, angulosas, hechas como con cincel–. Habría sido una gran fanática de su obra si no lo hubiera conocido personalmente. Si no hubiera sabido a qué huele por las mañanas, si no hubiera conocido la lentitud con la que se desviste, la tibieza del café que bebe, lo poco que le gusta el vino.

Le dije un día que debía dejar la fotografía. Le dije que no era talento lo que tenía sino suerte y que si se ponía a tirar los dados podría terminar perdiendo una partida importante. Le dije, como para llenarme de verdad, que si Dios no jugaba a los dados, él tampoco debería entregarse al azar. «Te lo digo porque te amo» y entonces agarré sus manos entre las mías y lo miré con dulzura. Apunté que era la disciplina la que le traería éxito y no el talento. Cuántas veces le mentí a ese hombre. Pero lo hice porque lo amaba. Yo lo llevaría hacia la alegría, porque la alegría es un lugar habitable, tan habitable como la casa de su abuela, como el jardín del vecino. Y además le dije que había un camino para llegar al lugar de la alegría, un vehículo y una forma; y lo impulsé. Cuánto amaba yo a ese hombre. Cuántas veces nos mentimos.

La verdad es que estaba aburrida. Esa es la única verdad.

La última fotografía que tomó enmarcaba a un niño en una bicicleta. El niño tenía los pies bien plantados en la tierra amarillenta. Del manubrio se desprendía una cuerda de donde pendía un perro que estaba hasta los huesos. El color de la tierra, siempre amarilla; el color del perro, siempre oscuro; el niño, siempre negro, detrás un grafiti de colores; la mirada del perro y del niño, la de la víctima y la del verdugo, la del líder y la del fanático. La misma mirada confundida, que lanza preguntas difíciles sin saber que pregunta.

El que pudo haber sido fotógrafo era un hombre miedoso. Me mostró la foto y se acurrucó en mi regazo. Y yo lo abracé y me alivié: se dedicaría a la banca.

 

Publicada originalmente en: Letras y poesía

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