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Para la mayoría de nosotros, el amor romántico se sitúa en la cima de una red de afectos jerarquizada. Como resultado, desplazaríamos amistades duraderas, sólidas y seguras, por cualquier pareja de meses. Además, estaríamos dispuestos a achacarle a una única persona todas nuestras necesidades emocionales, mentales y sexuales y, a veces incluso, las financieras. Aceptamos la jerarquía y el desplazamiento como parte del núcleo mismo del acto de amar. Dentro de este marco y dinámica, quiero reflexionar sobre el concepto de monogamia.
La violencia en las relaciones se manifiesta a menudo en la posesividad y los celos. Pero, ¿cómo no vamos a ser celosos y posesivos si todas nuestras necesidades emocionales penden de una sola persona? Es aquí donde aparece la violencia, a la que hemos atribuido el apellido «romántico»: las relaciones románticas a menudo implican la amputación del resto de vínculos y convierten el amor en una herramienta disciplinaria.
¿Puede existir el amor sano en una relación en la que ambas partes hayan decidido ser sexualmente exclusivas? Sí. El problema del sistema monógamo tiene poco que ver con el número de parejas sexuales. Como alude Brigitte Vasallo, una posible solución podría radicar en el poliamor. Sin embargo, el poliamor poco tiene que ver con cantidad: tiene que ver con la dinámica que gobierna las relaciones. El sistema monógamo ha otorgado el papel central de las relaciones a la llamada relación romántica y ha utilizado la sexualidad como forma de control. Hemos sentido la opresión subsecuente y, en un intento por combatirla, hemos creído que nuestro enemigo es el aspecto «romántico». Sin embargo, la dinámica distorsionada no está necesariamente entrelazada con el hecho de recibir flores.
Preocuparse por aquellos que no dan nada tangible a cambio de nuestros cuidados es revolucionario. ¿Podemos imaginar una forma de amor que no sea transaccional y que no se rija por el sexo (incluso cuando haya sexo de por medio)?
La apuesta es liberar el amor de la caja del romance para que desborde las amistad, para que penetre y se confabule con la forma misma en la que entablamos relaciones afectivas. Por desgracia, la alternativa que la mayoría de nosotros asume -a menudo mal llamada poliamor- no es más que el refuerzo del sistema que nos oprime y que se materializa en el hiperconsumo de los cuerpos y de los afectos.
La amistad se convierte en algo secundario cuando aparece el amor romántico. Es comprensible: estamos condicionados a creer que el amor romántico es la llave que abre la puerta de nuestro bienestar, así que lógicamente redistribuimos los cuidados. Las complicaciones derivadas de esta dinámica restrictiva podrían manejarse mucho mejor, y con consecuencias menos nefastas, si las personas que conforman una pareja romántica tienen una red de afectos sólida y compasiva por fuera de ese vínculo. Amy Winehouse lo cantó maravillosamente cuando declaró que lo que necesitaba no era alcohol, sino un amigo. Nuestro bienestar emocional no puede depender de una sola persona. Y el tiquete de salida de ese problemón no es aumentar el número de relaciones defectuosas. El sexo ha dejado de ser un mecanismo de libertad para convertirse en una cadena que aprisiona el amor. ¿Se puede obtener la libertad multiplicando las parejas sexuales? La búsqueda de la liberación sexual debería tener más que ver con la pasión y la agencia que tenemos sobre ella.
Con cuántos nos acostemos no es realmente significativo. El poliamor no es para tener más novias, sino para desmantelar jerarquías, violencias, soledades y desplazamientos. Si un sistema es sólo una forma de entender el caos, quizás una de las primeras preguntas que deberíamos hacernos es: ¿cuál es el mecanismo fundamental del sistema monógamo? Y, tal vez, tras desvelar la naturaleza misma de nuestro enemigo, podríamos empezar a labrar un camino con nuestra herramienta humana más potente: ¿cómo imaginaríamos una forma de amar auténticamente libre del mismo sistema multiforme?
Publicado originalmente en: America Hates Us
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